”En un país cuya gente sufre y se lamenta, ya sea en términos reales o de sensación, de la pobreza producto del abuso en términos socioeconómicos y socioculturales, es factible y hasta lógico que sea tentada por un cambio. O al menos asociarse a la idea de llevar adelante un proceso evolutivo que lleve a la transformación.“
El discurso de vivir en orden, de no salir de un sistema cerrado, de no discutir un derecho básico como la salud y la educación públicas, de refugiarse en la aceptación de lo que se proponga desde quienes conducen y protegen lo que está, es mucho más simple de absorber que los complejos relatos de equidad, igualdad y libertad de pensamiento.
Hablar de izquierda y derecha me resulta tan incómodo como retrógrado, aunque en esta parte del mundo la conversación política (salvo alguna honrosa excepción), es de una pobreza tal que hicieron del socialismo, del capitalismo y de sus mezclas, una nueva variante latinoamericana que hasta tiene dudosa pretensión democrática. De ahí, la construcción de una grieta insalvable, un nuevo Muro de Berlín.
En un país cuya gente sufre y se lamenta, ya sea en términos reales o de sensación, de la pobreza producto del abuso en términos socioeconómicos y socioculturales, es factible y hasta lógico que sea tentada por un cambio. O al menos asociarse a la idea de llevar adelante un proceso evolutivo que lleve a la transformación.
Se supone que este proceso implica resolver las cuestiones esenciales que hacen a la supervivencia dinámica, por lo que generalmente luchan quienes están en la base de la pirámide en términos económicos, o aquellos que no forman parte del sistema «correcto», es decir, los diferentes. Esta es una sociedad que prefiere el uniforme a la diferencia.
También se sostiene, como supuesto, que los movimientos progresistas y contracorrientes de izquierda son los que desde el otro lado del establishment buscan esos cambios y de alguna manera se hacen eco de la voz popular. Pero, ¿qué es lo popular?
La llamada «izquierda» reformista siempre se jactó en su discurso de interpretar la voz del pueblo, y de reivindicar causas que se dicen o se consideran populares. Lo hace desde un convencimiento ideológico planteado desde el irreprochable derecho a la equidad social, a la igualdad de oportunidades, a la justicia social y al progreso en términos de aceptación de las diferencias, lo que podríamos calificar como progresismo. Es un espacio de evolución para transformar lo establecido que supuestamente es el retraso.
La «derecha» conservadora que también se dice popular, ya que toca los extremos de la pirámide, entiende que el pueblo es un espacio para conquistar, a partir de la solución de problemas endémicos con viejas propuestas que no modifican el status quo, es decir, la maniobra de mantener y cuidar lo que existe para que nada salga de su cauce. Para eso, la propuesta es no mezclar, evitando insistir en una integración entre los que más tienen y los que menos tienen. Desde allí la significación del pueblo.
En este punto, la «izquierda» se ha perdido en la percepción de que el pueblo está buscando un modelo convincente para reivindicar derechos y libertades, y en ese devenir, las ideas siempre superaron a la acción. Pero en esta realidad, las ideas son posiblemente una complicación para que la gente común pueda comprender y aceptar su significado.
Desde el pensamiento rígido, la «derecha» sostiene que se pueden alcanzar mejoras que satisfagan lo mínimo, sin necesidad de cambios profundos que puedan poner en riesgo las estructuras preestablecidas. De allí su modelo conservador popular, que no es liberal, y que es típico de sociedades verticalistas.
Desde ese lugar, esa «derecha» plantea su creencia acerca de un pueblo al que hay que ordenar y darle oportunidades de crecimiento económico, lo que en una sociedad individualista es lo único que vale.
Para la «izquierda», hay una lucha interminable de la que se supone la sociedad cansada del poder abusivo debe asumir como propia, y siempre a partir de un relato épico.
Para la «derecha», la gente busca pertenecer y tener la sensación de tener, aunque no lo tenga. Desde allí maneja el discurso exitista de alcanzar una condición que la gente común no tiene y, en ese espacio conservador, no va a tener por falta de aceptación. Es como dar de algo para comer, pero sin invitar a la mesa.
Claro que ambas posiciones debemos considerarlas enfermizas, pero en una sociedad cuya base educacional es baja, donde la cultura de la obediencia califica a los diferentes como raras especies, y donde la aspiración es a tener objetos parecidos a los que más tienen, queda claro quien tiene las de ganar.
El discurso de vivir en orden, de no salir de un sistema cerrado, de no discutir un derecho básico como la salud y la educación públicas, de refugiarse en la aceptación de lo que se proponga desde quienes conducen y protegen lo que está, es mucho más simple de absorber que los complejos relatos de equidad, igualdad y libertad de pensamiento.
Una sociedad basada en el retraso y en el reclamo airado pero conformista, necesita de una promesa que le permita conducir su vida sin cambios. El amo juega al esclavo, pero el esclavo necesita del amo, por eso nunca se atreve a serlo, ni siquiera con su propio destino.
Así, en países donde la pobreza se resuelve con dádivas, donde lo esencial para vivir y progresar (salud, educación, seguridad) se paga en cuotas y son bienes de consumo, donde la sensación de ser pobre genera resentimiento, pero no rebeldía, el conservadurismo popular nunca liberal, es el que dirige al rebaño. Porque cuando la sociedad temerosa se ve acosada por una transformación profunda, vuelve a la supuesta protección paternalista.
En estas instancias, es donde se pone de manifiesto el sueño de una sociedad, que es la de parecerse a los países nórdicos o con un progreso social sustentable, o estar tranquila con pagar su refrigerador, su celular y su Smart TV en cuotas. Por eso lo popular es impopular.
Sálvese quien pueda.
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